Y llega el día en que tu hija es capaz de ganarte en el juego. No me refiero a un juego de video, sino a perder la batalla sobre un tablero conocido, en el que tienes práctica. Imagino que es un momento en el que la relación entre padres e hijos traspasa un umbral sin retorno: dejas de ser invencible y te conviertes en un héroe vulnerable. La misma criatura que hasta hace poco engañabas con un dulce, creció, aprendió las reglas, movió sus piezas, te jugó limpio y al otro lado del tablero disfruta su conquista, mientras tú disimulas la derrota entre las ruinas de una autoridad: qué bien, te felicito, pero ya es hora de dormir. Recuerdo la tarde en que mi hija mayor me ganó una partida de Quoridor. Nunca antes me dejé vencer y esa vez tampoco. Su triunfo fue sorpresivo e inapelable. Cuando lo vi venir, encendí las alarmas, hice un esfuerzo por recuperar posiciones y me concentré en el juego. Levanté la vista un par de veces y la vi a ella también abstraída, como si intuyera que la victoria estaba cerca y que una pequeña distracción podría arrebatársela. No me dio respiro y con un par de movimientos me noqueó. Con los videojuegos, sin embargo, la cosa es distinta. Los padres no tenemos una historia que defender en el mundo virtual. Podemos comportarnos como aprendices. A veces descargo en mi teléfono los juegos que mi hija tiene en el suyo y pruebo hasta dónde soy capaz de amenazarla en sus dominios. Hace unos días le mostré qué tan lejos había llegado en uno y me respondió: “No puedo creer que un adulto como tú ande presumiendo frente a su hija de trece años”. Okei. Todo es cancha, pensé. Pero ya vas a ver. Ahora mismo soy una serpiente con cara de bondadosa, pero con un objetivo cruel: alimentarse de otras y crecer. Juego en mi celular, concentrado. Miro de reojo hacia la pantalla de mi computador y veo que —en ese otro frente de batalla— el cursor titila atascado al final de una frase. Nunca había llegado tan lejos en este juego. Soy ahora mismo el bicho más gordo en esta sala virtual: una devoradora de ojos saltones, larga, implacable, invencible. Mi hija no me lo va a creer.