Cuenta Jorge Montealegre que su primer libro iba a llamarse Tierra de hojas, pero que por consejo de Armando Uribe —“dos palabras eran mejor que tres y una mejor que dos para un título”— terminó bautizándolo Huiros, como esas algas atadas a nada y que el mar arroja en la playa. Era agosto de 1979, era París y la experiencia del exilio no podía ser otra cosa para Montealegre, una vida arrancada del suelo y suspendida en alguna parte: “Solos, eternos, entre la poesía y la muerte flotan los huiros”.
Tenía, entonces, un buen título y un puñado de poemas, pero seguía siendo un poeta inédito cuando le avisaron que, después de cinco años entre Roma y París, podía regresar a Chile. La noticia no sólo le devolvió el alma al cuerpo, sino que también lo obligó a correr para ver su libro impreso.
En el número 46 de la Rue de Vaugirard, Marcel Young —que había estudiado filosofía en Valparaíso, historia en La Sorbonne y 25 años después sería nuestro embajador en Haití— tenía montado un pequeño taller de imprenta donde la estrella era un viejo y cumplidor mimeógrafo. Las horas previas a su regreso Jorge Montealegre las pasó en ese taller picando sus poemas en el esténcil y dejando todo a punto para que Young comenzara a darle vueltas al rodillo entintado. Trabajaron contra el tiempo, se apuraron, corrieron de un lado para otro, pero no alcanzaron a celebrar la felicidad de ver juntos un ejemplar de Huiros. Resignado a no conocer la criatura, el poeta subió al avión y se consoló pensando que de cualquier modo echar una copia en la maleta era un asunto peligroso. Ningún retornado llegaba a Pudahuel y abrazaba tranquilamente a su familia escondiendo en su equipaje un libro con el sello de Ediciones Camilo Torres, la editorial en el exilio de la Izquierda Cristiana. Así eran esos tiempos. Montealegre regresó a Chile, pero sus poemas quedaron flotando en París.
Jorge Montealegre comenzó a escribir poesía a los 19 años en el campo de prisioneros de Chacabuco, un centro de detención en pleno desierto al que llegó después de que los milicos lo tomaran preso a fines de 1973 y sufriera una temporada en el Estadio Nacional y otra en la Escuela Militar. La soledad del lugar, el aislamiento a cielo abierto y un grupo de compañeros donde habían obreros, médicos, ingenieros, profesores y músicos, hicieron de Chacabuco una verdadera escuela para Montealegre. Entre los adobes de esa antigua oficina salitrera, en el desierto más hostil del planeta, cada prisionero aportó lo que mejor sabía hacer y el dolor de la prisión política se mezcló con una atmósfera de afectos y estímulos. Burlando a sus guardianes o negociando con ellos, los prisioneros de Chacabuco llegaron a tener un diario mural, un cajón con libros que funcionaba como “biblioteca” y un Consejo de Ancianos que organizaba concursos literarios y actividades culturales. Fue en uno de esos concursos que Montealegre consiguió su primer trofeo como poeta. El premio fue un diploma y un tarrito de Nescafé.
Mucho tiempo después, cuando Montealegre había dejado atrás la experiencia como prisionero y exiliado, pero seguía pisando con temor el suelo pedregoso de la dictadura, un amigo apareció con una copia de Huiros. Tenía por fin la alegría de conocerlo. Abrazó ese ejemplar mimeografiado como se abraza a un hijo que regresa de un largo viaje.
Con el libro en la mano, Montealegre asistió a una actividad clandestina en una casona de Avenida Matta donde leyó sus poemas con entusiasmo frente a una audiencia de amigos y gente de oposición al régimen. En eso estaba cuando comenzaron a hacerle señas para que se callara. Se demoró en levantar la cabeza y comprender que el lugar estaba a punto de ser allanado por Carabineros. El miedo se instaló en los rostros. Un grupo salió al patio y en una improvisada fogata tiraron todos los papeles que podían resultar comprometedores: agendas, documentos de partido, pero también diarios y revistas de resistencia a la dictadura. Montealegre miró el sello de Ediciones Camilo Torres en la contraportada de su libro, le arrancó las tapas y las arrojó también al fuego. El resto no quiso quemarlo, pero al rato advirtió que tampoco era prudente guardar ese puñado de páginas. No era fácil deshacerse de ese único ejemplar que había logrado viajar entre París y Santiago, quién sabe cómo, para encontrarse con su autor. Cavó entonces un discreto hoyo en el jardín, metió ahí lo que quedaba de su libro, le puso tierra encima y pisó el montículo suavemente.
Dice Jorge Montealegre que nunca volvió a desenterrarlo, que ahí se quedó para siempre y que no había otro destino para un libro de poemas que siempre debió llamarse Tierra de hojas.
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