Viajo en bus a Concepción. Ocupo un asiento al lado del pasillo. Leo una novela de fantasmas. No es una novela de fantasía, sino de fantasmas. A mi derecha, ligeramente en diagonal, van dos amigas que conversan en voz baja. Parecen compañeras de universidad. Delante mío veo la cabezas canosas de una pareja de ancianos: ella en la ventana y él en el pasillo. La protagonista de la novela que voy leyendo es una mujer joven que está obsesionada con un escritor de otro siglo. Los fantasmas de la novela son personas de otras épocas que aparecen en el tiempo de la protagonista. Y la protagonista, a su vez, es un espectro para esos habitantes del pasado. Me gustan las novelas de fantasmas. Los fantasmas literarios funcionan como una metáfora porque encarnan el temor a cosas muy reales o a cosas que operan bajo la superficie de lo visible. Que un fantasma encarne algo, que se haga carne, es una paradoja luminosa, como lo es también que la mentira literaria sea capaz de decir la verdad. Avanzo a buen ritmo en la lectura cuando de pronto escucho un ruido de risas grabadas: las dos amigas han echado a correr un video en un celular y todos los pasajeros vecinos somos condenados a escucharlo. Levanto la vista hacia la carretera y espero unos minutos, pero el alboroto que sale de la pequeña pantalla persiste. Así que me animo. Le toco el hombro a la que va sentada al lado del pasillo y le pido que por favor baje el volumen de su aparato. Sacudo en el aire mi novela de fantasmas para mostrarle que voy leyendo (lo hago con un gesto torpe y me arrepiento en el acto). Me mira con desprecio y no dice nada. Se da vuelta, apaga el celular y se queda murmurando con su amiga. Yo intento concentrarme nuevamente en el libro hasta que otro incidente me interrumpe: el anciano que va delante mío se para al baño. Veo que su mujer también intenta salir de su asiento, pero le cuesta: el pasajero que viaja delante suyo, del que solo alcanzo a ver unos audífonos que cruzan sobre una cabeza calva, ha reclinado su asiento todo lo posible. La anciana hace un esfuerzo, zafa, logra pasar al asiento del lado, luego se para en el pasillo y camina dos pasos para allá, dos pasos para acá, y estira las piernas. Cuando ve venir a su marido, le toca el hombro al calvo y le pide por favor que levante un poco el respaldo para que ella pueda encajar con más comodidad. El calvo la mira y se queda por un segundo masticando su respuesta. Es un hombre joven, con un bigote que no es lo suficientemente abundante como para esconder un labio leporino. Se incorpora en su asiento, se saca los audífonos con las dos manos y le dice a la anciana que él está cómodo así, que los asientos están hechos para ser reclinados hasta ese nivel y que, por lo tanto, él no ve la necesidad de moverse. La anciana baja la mirada, le dice que no se preocupe y hace otro esfuerzo para encajar de vuelta en su minúsculo espacio. Su marido llega del baño y se sienta a su lado. Yo vuelvo a mi novela de fantasmas.