[Texto leído en el Seminario Internacional ¿Qué leer? ¿Cómo leer? el 10 de diciembre de 2014.]
Las cifras sobre lectura en Chile no son tan escasas como parece. Nos gustaría, por supuesto, que el fenómeno de la lectura fuese mejor estudiado, que se utilizaran instrumentos más confiables, que hubiese más coherencia entre los datos que existen, que las encuestas fuesen hechas con una regularidad mayor y que los números fuesen bien interpretados y nos digan cosas que no sabemos. Pero números tenemos y se ventilan profusamente en el debate público, como quiero demostrar en esta charla. Se trata de un puñado de encuestas que diversas instituciones, públicas y privadas, han implementado en Chile en la última década y media y que nos permiten tener un perfil más o menos documentado sobre los lectores en nuestro país.
A mí me parece que el problema no es la falta de cifras sino su uso. Para bien o para mal, las cifras de lectura son exhibidas y propinadas en este debate con la seguridad de un argumento imbatible; su uso en ese contexto revela muchos aspectos de la calidad de este diálogo. Como se trata en general de una evidencia empírica muy frágil y de un ámbito de conocimiento que no termina por definir sus formas de legitimación, creo que los usos públicos de las cifras suelen mostrar más prejuicios que recortes fiables de la realidad. Y cuando digo uso público no me refiero sólo a la razón tecnocrática encargada de diseñar políticas, sino también, y sobre todo, a los discursos de los medios de comunicación, de los intelectuales y de todo un conjunto amplio de opinantes que participan de este debate por la vía de rasgar vestiduras.
Me interesa, entonces, la pregunta por el uso público de las cifras porque el intento de responderla sirve, a mi juicio, para dar cuenta de la calidad de la discusión en torno a la lectura, arroja algunas señas del lugar que ocupa este tema entre nosotros y nos da una idea de los énfasis y las prioridades y, sobre todo, de las concepciones predefinidas de los sujetos que participan de la conversación.
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Voy a contarles la historia de un error. Hace casi tres años, el Cerlalc —que como ustedes saben es un organismo que depende de la Unesco y que cumple la función de observador internacional del libro y la lectura en el espacio iberoamericano— preparó un estudio comparativo sobre índices de lectura en la región. En ese documento, publicado en marzo de 2012, el Cerlalc cometió un error grosero. No fue un error de interpretación o un dato ambiguo que podría haber tenido una doble lectura. Fue un error de bulto.
En su empeño comparativo, el Cerlalc concluyó que Chile era el país que menos leía voluntariamente entre los siete países analizados. Según el estudio, sólo un 7% de los chilenos leía por gusto. La cifra contrastaba, con notable elocuencia, con el 70% de los argentinos que tenía a lectura como un ejercicio de la voluntad.
La lectura voluntaria es uno de los índices más importantes para medir la salud lectora de un país y es también un índice que puede ser fácilmente comparable con el de otros países porque, aislando siempre el factor metodológico, se trata de una pregunta sencilla en las encuestas: ¿usted lee por voluntad propia o por razones académicas o laborales, o por ambas? La lectura voluntaria tiene que ver con nuestro tiempo libre y, de fondo, con nuestra calidad de vida porque, como es evidente, sólo leen por voluntad quienes tienen el tiempo y el espacio para hacerlo. Es un índice que revela no sólo el impulso por leer sino también las condiciones que tenemos para leer. La lectura por placer es, además, la que mejor “trabaja” en nuestra subjetividad como lectores. Más allá del número de libros leídos por habitante o del porcentaje de lectores frecuentes —que suelen ser los índices más vistosos— la lectura por voluntad es, a mi juicio, lo que realmente importa.
Para el caso de Chile, el Cerlalc tuvo a la vista el Primer Estudio de Comportamiento Lector que realizó el Centro de Microdatos de la Universidad de Chile por encargo del CNCA en el año 2011 y leyó mal las cifras. En ese estudio, la lectura voluntaria (la lectura por gusto, la lectura por placer) alcanza claramente el 68% de la muestra, sólo dos puntos por debajo de Argentina. Sin embargo, el Cerlalc no leyó ese dato, sino uno posterior que mostraba las motivaciones personales de la lectura voluntaria. Una de las respuestas predefinidas era “por recrearme o divertirme” y representaba el 7% del total de encuestados. Junto a esta opción habían otras, como “para aprender cosas nuevas” o “para mejorar mi nivel cultural”, todas, como digo, motivaciones de la lectura voluntaria. El Cerlalc interpretó ese 7% de quienes dicen leer para recrearse o divertirse como “lectura por gusto” y comparó ese índice con el del resto de los países. A partir de ese momento, el error del 7% comenzó a construir una curiosa historia de apariciones, hasta convertirse en una consigna imparable.
Voy a comentar algunas de esas apariciones, los hitos más significativos de esta historia. Un mes después del estudio del Cerlalc, el diario La Tercera se hizo eco de las cifras y dio cuenta de los resultados en un artículo publicado el 3 de abril. El titular de La Tercera es el ejemplo paradigmático del tremedismo con que la prensa ventila estos datos. Ese tremendismo es, cómo no, una característica de nuestro debate. El titular decía: “Unesco: Chile es el país donde menos se lee voluntariamente”. Y unas de las bajadas agregaba: “Estudio dice que aunque [Chile] es el segundo país donde más se lee (51%), sólo el 7% lo hace por gusto”.
¿A nadie le llamó la atención esos números? A mí me sorprendió que los redactores de la nota copiaran, sin consignar ninguna sospecha, los datos del Cerlalc y que nos les incomodara, por ejemplo, que aunque Chile fuese uno de los países más lectores de la región, la lectura por placer marcara diez veces menos que en Argentina. Hemos admirado siempre a los argentinos por la presencia que tienen los libros en el espacio público, porque tienen una gran industria editorial y, por supuesto, una gran literatura, y porque, intuimos, son mejores lectores que los chilenos. Pero ni ellos son la civilización ni nosotros la barbarie. Avalar una distancia tan grande en el índice de lectura voluntaria sólo es producto de una revisión muy, pero muy poco reflexiva de los datos. El error del Cerlalc quedaba ahora impreso en el diario, se convertía en noticia y posiblemente ya se vestía de verdad.
Dos días después del artículo de La Tercera yo mismo publiqué una columna llamando la atención sobre el error y lo mismo hizo Gabriela Gómez, investigadora de la Universidad de Chile. Ambas advertencias sirvieron de bien poco y nada pudo evitar que ese 7% siguiera su camino dejando una estela de autoflagelación.
Algunas semanas después, el entonces ministro de Cultura del gobierno de Sebastián Piñera, Luciano Cruz-Coke, publicó una columna en El Mercurio que decía: “El último estudio del Cerlalc arroja otra cifra preocupante: sólo el 7% de quienes se declaran lectores en Chile señala leer por razones de recreación, en contraste con Argentina, donde el 70% declarar leer por gusto. Es decir, somos un país que no lee por placer”. El caso de Cruz-Coke es muy curioso y sintomático del uso de las cifras que hacen los altos funcionarios públicos, porque fue él, como ministro de Cultura, quien licitó y encargó el estudio que hizo Microdatos para el CNCA. Un estudio que, a todas luces, Cruz-Coke nunca leyó. Ni el ministro de Cultura ni sus asesores se preocuparon de abrir las páginas de la investigación que habían encargado, primero para conocerla y, segundo, para contrastar la sospechosa cifra del Cerlalc. Para avalar su dominio sobre el tema, el ministro se quedó con el titular de La Tercera.
Pero hay más. Aún faltaba el salto internacional de nuestra cifra, convertida ahora en un autosabotaje de nuestra imagen. En una nota de abril de 2013, la corresponsal en Chile del diario español El País despachó una nota que destacaba, como una triste excepción en la región, el 19% de IVA que pagan acá los libros, y a renglón seguido repitió la consigna que ya habíamos escuchado largamente: “Chile es el país latinoamericano donde menos se lee voluntariamente”. El error del Cerlalc se convertía a esas alturas en una verdad difícil de rebatir.
En los últimos dos años me he topado con el error del 7% en columnas de opinión, en tesis de grado y en artículos diversos. Sería largo colocar aquí cada una de esas apariciones. Basta decir que su figuración se ha vuelto frecuente en textos firmados por redactores de diversa índole.
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¿Qué conclusiones podemos sacar de esta historia? Primero, la más evidente: consignar la liviandad con que se consideran las cifras, desde el organismo internacional que produce y avala sin rigor, pasando por los periodistas que consignan y destacan irreflexivamente, hasta llegar a un alto funcionario público que reproduce una cifra absurda como si fuese una verdad luminosa, reveladora e indesmentible. La segunda conclusión que yo saco de esta historia es que —con la digna excepción de los que participan de este seminario— a nadie le importa mucho todo esto y lo que nos queda es analizar el trajín público de una cifra que nadie miró seriamente; un número que siempre se copió y pegó en función de un puñado de ideas prefabricadas sobre la lectura.
Entre esas ideas prefabricadas, que están en el espacio público repartidas como pivotes ideológicos, a mí me interesa mucho ese tremendismo detrás del cual se parapetan y disparan columnistas e intelectuales de ocasión. El tremedismo se ha transformado casi en un lugar común en el debate sobre la lectura en Chile, en un cantinela lastimera a la que nos hemos acostumbrados y ya no conmueve demasiado, como si la alharaca pública en materia de lectura ya no sorprendiera a nadie.
El tremendismo tiene en el uso y abuso de las cifras grandes aliados. El tremendismo está lleno de números que parecen sostener consignas y también de consignas vacías, tan ruidosas como insostenibles: que los chilenos no entienden lo que leen, que leemos por obligación, que estamos sumergidos en una crisis de la lectura, que nadie compra libros, que en las bibliotecas se lee basura, que en este país ya nadie lee, etcétera. Para los tremendistas, los desalentadores datos no hacen más que acumularse y el desfile de números sólo puede ser una señal indesmentible de que —y cito a un columnista de la plaza— estamos a punto de “desembocar en la estulticia y de ahí a la barbarie hay metros”.
Para los tremendistas las cifras son útiles sólo en la medida en que sean capaces de confirmar un diagnóstico predefinido, una cartografía previa en la que generalmente el tremendista ocupa rápidamente un lugar de superioridad moral y no pierde el tiempo para decirnos qué debemos leer y qué debemos dejar pasar por insustancial.
Hay que decir, además, que ese diagnóstico alarmante del discurso tremendista es bien escaso en propuestas y con regularidad peca de algunos vicios conocidos: encuentra pocas virtudes en el presente —siempre en crisis— y suele mirar al pasado con cierta nostalgia. Los tremendistas escriben desde un ideal ilustrado donde los ciudadanos apagan la televisión con un gesto de desprecio, bajan de las graderías de los estadios, arrancan de la vulgaridad del consumo y convierten su barbarie en civilización leyendo a Proust en una biblioteca pública.
Los sueños de los tremendistas conviven en el espacio público con los sueños de cierta razón tecnocrática que busca crear nuevos lectores como si un lector fuese el producto final en una cadena de suministro. Los ideales que buscan convertir un país en una sociedad lectora esconden el hecho indesmentible de que en todas las épocas los lectores han sido una minoría. Cuando el aumento de la masa de lectores se convierte en el único norte —cuando todo el énfasis está puesto en la primera infancia, por ejemplo— se descuida a los que, con distintas intensidades, ya leen y que son ejemplo y motor para el resto.
La obsesión por crear nuevos lectores desplaza la necesidad de afirmar a esa élite lectora que es —nos guste o no— la que impulsa el desarrollo científico e intelectual de las sociedades. Se trata de una élite infinitamente más democrática y meritocrática que aquella a la que se llega por la vía del apellido o del patrimonio familiar. A la élite intelectual del país se llega fundamentalmente leyendo. Vale mucho la pena pensar en ese grupo, creo yo, no abandonarlo y diseñar políticas de acceso a los libros que ayuden a ampliar el impacto que tiene entre nosotros.
¿Para qué sirven, entonces, las cifras en materia de lectura? Para varias cosas, como hemos visto, algunas muy desalentadoras. Y en algunas ocasiones sirven efectivamente para recortar de la realidad lectora el dato estadístico que nos permite medirla y consignar de ese modo los cambios en el tiempo, para bien o para mal. Porque los números son importantes como insumo para cualquier política pública en esta materia. Desde luego un insumo para su diseño, pero fundamentalmente para su evaluación. Muchas dimensiones del fenómeno de la lectura que pueden ser cuantificables debieran servir para mostrarnos qué tan bien lo estamos haciendo.
Pero los números no son suficientes. También es necesario avanzar en mediciones cualitativas, en acercamientos sociológicos y antropológicos al fenómeno de la lectura, que nos cuenten desde otras perspectivas cómo han cambiado los lectores en Chile y cómo ha mudado su forma de leer. Necesitamos las cifras, pero también necesitamos relatos sobre la lectura, necesitamos conocer historias sobre el impacto de las bibliotecas en las comunidades, por ejemplo. Yo echo mucho de menos esta perspectiva de análisis, seguramente porque en la urgencia de satisfacer la razón administrativa y tecnocrática de la política pública no hemos sido capaces de mirar el asunto de otro modo.
Pero también es importante, me parece a mí, espantar de este debate ese tremendismo tan inútil, y darle dignidad y espesor a la discusión, y también cierta legitimidad disciplinar que, entre otras cosas, evite que cualquier disparate se convierta en una verdad.
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