Con mucha frecuencia uno se topa con desalentadores análisis sobre los niveles de lectura que tienen como pr¡ncipal argumento las cifras del mercado editorial (cuando las hay y son confiables), como si la lectura estuviese directamente vinculada al consumo de libros. Si alguna vez fue una señal legítima, hoy el mentado argumento es un anacronismo, una queja transformada en lugar común, que pasa por alto el hecho incuestionable de que las prácticas de lectura han cambiado y que la economía del ocio no es la misma que la de hace algunas décadas. Mezclar consumo de libros con índices lectura es, hasta estas alturas, mezclar peras con manzanas.
Lo digo porque acabo de leer el botón que me sirve de muestra. Camilo Marks, uno de nuestros principales críticos literarios, responde así a una de las preguntas de Javier García, hoy en La Nación, a propósito de la publicación de su último libro, «Canon. Cenizas y diamantes de la narrativa chilena» (Debate):
Javier García: “Tal como lo señalo varias veces, creo que el libro y la lectura están desapareciendo en Chile”, anota en el prólogo de su libro. ¿De qué manera?
Camilo Marks: Esa afirmación es un hecho matemático, no un juicio mío: en 1973, las tiradas de la Editorial Quimantú iban de los 180 a los 300 mil ejemplares, sólo la primera edición y luego estaban los libros extranjeros, que se vendían en centenares de librerías; Santiago era, después de Buenos Aires, la ciudad donde más se leía en Sudamérica, y éramos 9 millones de habitantes. Ahora, agotar una edición de 2 mil ejemplares es casi un milagro, exceptuando a autores o autoras que, con suerte, llegan a los ¿10 mil, 15 mil, 20 mil volúmenes? La crisis del libro y la lectura no es un invento mío, es un hecho real y comprobado.
La crisis a la que se refiere Marks, por cierto, es la crisis en el consumo de libros.
A propósito de este debate, recomiendo la lectura de este artículo de Enzo Abbagliati, quien descataba el hecho de que el último Barómetro de hábitos de lectura y compra de libros en España haya por primera vez incorporado la lectura en entornos digitales, entregando novedades en las cifras y refrescando los análisis. Está pendiente, sin embargo, un debate más profundo sobre la calidad de esa lectura.
2 de noviembre de 2010 — 00:05
Así es, Marco. Recuerdo que acababa de cumplir diez años cuando se instaló un ordenador de sobremesa en mi casa. Entonces leía colecciones de libros infantiles, clásicos y modernos. Unos meses más tarde leía también con sumo interés las indicaciones que aparecían en cada una de las pantallas de aquellas primeras aventuras gráficas de LucasArts. Sumé lecturas en una suma de soportes.
Sin embargo, el libro ha sido para mí el objeto, por antonomasia, portador del conocimiento. No así para gran parte de mi generación, y en absoluto para las últimas. Me he educado amando el papel, pero esta realidad personal no me mueve a erigirme en su defensora dentro de la vacua controversia de olores, espacios y tradiciones. No importa mi preferencia, sino la preferencia mayoritaria, es decir, la calidad conceptual y formal de nuestra lectura. Y esto lo (a)firmo antes como lectora que como librera y sin guardarme, por raro que parezca, la bibliofilia en un cajón.
Los estudios actuales de hábitos de lectura se enfrentan a una suerte de análisis no ya sociológico ni económico, sino psicológico. Me parece obvio que leemos continuamente, de manera que la interrogante no es ya si leemos más o menos, sino por qué leemos lo que leemos y, por curiosidad, en qué soportes vamos leyendo y por qué motivo.
Te agradezco el enlace a la certera reflexión de Enzo Abbagliati.
Y dame tiempo: poco a poco, mis comentarios se parecerán más a un tweet y menos a un post secundario. Je, je.
Un abrazo.
2 de noviembre de 2010 — 05:27
Gracias por la referencia, Marco. Y por la conversación que propones.
A riesgo de ser lapidado, como suele ocurrir cada vez que insinúo esto, me gustaría saber el impacto de largo plazo de Quimantú. No conozco estudios, por lo que si tu sabes de alguno, desde ya agradecido por el dato.
Chile tenía en 1970 poco menos de 9 millones de habitantes. Si como dice Camilo Marks, ediciones de 300 mil ejemplares se agotaban, quiere decir que aproximadamente 3% de la población accedía a sus libros. Eso, en términos de desarrollo del hábito lector, debiera haber dejado huella, si bien lo breve de la experiencia y la ausencia de políticas en este ámbito durante la Dictadura pudiera haber jibarizado ese impacto. Esto es precisamente la que me gustaría contrastar con estudios sobre el tema.
Mi hipótesis es que -como tú compartes en tus entradas- la ausencia de métricas de largo plazo confiables, permite construir desde promesas de duplicar niveles de lectura en 3 años hasta reafirmar imágenes (Chile "era" una sociedad lectora) que no han pasado por los debidos filtros analíticos.
Y respecto a lo de hablar de lectura y sólo referirse a los libros, he decidido por sanidad mental, ignorar ese tipo de obstinadas barbaridades. Es cuestión de tiempo: los que así pontifican terminarán bajo tierra en un par de generaciones.
2 de noviembre de 2010 — 18:49
Sobre el impacto de largo plazo de Quimantú, Enzo, ninguno, salvo la nostalgia. No hubo tiempo. En la edición aumentada de la Historia del libro en Chile de Subercaseaux se explica, más o menos.
2 de noviembre de 2010 — 19:26
Elia, gracias por el comentario. Y sí, el asunto de la lectura cada día parece más complejo y requiere el asedio desde distintas disciplinas. A propósito de generaciones, siento que a la nuestra le tocó la parte menos amable y ojalá seamos capaces de al menos despejar la neblina. Un abrazo hasta Sevilla.
Enzo & Andrea, es una historia que está pendiente y que bien podría derribar algunos relatos sagrados. Sería provechoso reconstruirla desde una mirada menos complaciente que la que regularmente tenemos sobre ese periodo. Aunque la dictadura se ensañó con Quimantú, tengo la impresión de que que es posible recoger datos dispersos y sumar entrevistas a personas que participaron del proyecto. Y sí, es probable que nos encontremos con la sorpresa de que el paraíso perdido no era tal.
3 de noviembre de 2010 — 08:46
Gracias por el dato, Andrea.
Por cierto, revisando distintas fuentes en Internet, se menciona que las ediciones de Quimantú eran de 50 mil ejemplares. El dato de Camilo Marks (180 a 300 mil ejemplares), ¿está correcto?
Y sí, Marco, bonito proyecto de investigación. Quizá valga la pena que nos tomemos un café uno de estos días y conversemos.