Tiene toda la razón Gonçalo Tavares cuando dice que la lectura no sólo consiste en leer un texto, sino sobre todo en levantar la cabeza. Hay en esto una paradoja: el mismo texto que captura nuestra atención nos obliga a detenernos, a poner una pausa. Tavares se refiere a ese momento en que lo esencial queda envuelto en una frase, en un fragmento que tiene la virtud de iluminar nuestra experiencia y conmovernos. Y conmovidos, levantamos la mirada. Manejé mucho y leí poco durante los días de vacaciones, pero en una tarde de tranquilidad me topé con un pequeño párrafo de Jonathan Franzen que me obligó a cerrar el libro por unos segundos y revolverme en el sillón. La cita de Franzen es, ella misma, un modo de levantar la cabeza de su lectura de Alice Munro: “Leer a Munro me lleva a ese estado de reflexión tranquila en que pienso en mi propia vida: en las decisiones que he tomado, las cosas que he hecho y no he hecho, la clase de persona que soy, la perspectiva de la muerte. Ella es uno de los pocos escritores —algunos vivos, la mayoría muertos— que tengo en mente cuando digo que la narrativa es mi religión. Porque mientras me hallo inmerso en un cuento de Munro, estoy concediendo a un personaje imaginario el mismo respeto solemne y callado y el profundo interés que me concedo a mí en mis mejores momentos como ser humano”. Se trata, por supuesto, de la ponderación de una escritora extraordinaria, pero es también la descripción de una experiencia común a cualquier lector atento. Hay harto de misterio en el modo en que la literatura hace ese trabajo, pero podemos estar seguros de que es una vía para explorar el mundo y, en el mejor de los casos, para comprenderlo un poco más. Y toda compresión —ese momento en que levantamos la cabeza— es una forma de felicidad.

[Foto de Paulo Slachevsky.]