Es curioso cómo te hablan los muertos. El miércoles pasado desperté pensando en mi abuela. Me costó un momento entender lo que estaba pasando: había tenido un sueño con ella e intentaba retenerlo, pero terminó por deshacerse en esa memoria frágil que tienen las cosas soñadas. Perdí la trama, pero guardé una imagen: mi abuela menuda, con el pelo amarrado en un tomate, de pie en el patio de nuestra casa. Unas horas después, a media mañana, supe que había olvidado el aniversario de su muerte, el día anterior.

El recuerdo de mi abuela se ha vuelto persistente. Me encuentro con ella con una regularidad mucho mayor que en sus últimos años de vida: ese tiempo largo en que siempre estuve lejos. Que nuestros muertos se hagan presentes es probablemente el punto de partida de ese retorno al origen que tarde o temprano nos toca emprender. No sólo me sueño con ella de vez en cuando, sino que además —despierto y atento— trato de recuperar su herencia: sus palabras, su imagen en los rincones de la casa, el sonido de sus pasos sobre el piso de madera.

Mi abuela era una mujer infatigable. Aunque se las arreglaba para que sus ratos de ocio fueran mínimos, a veces arrimaba una silla al borde de la ventana y se sentaba a leer cualquier papel que pillara por ahí encima. En mi casa nunca hubo libros. Los primeros llegaron cuando yo comencé a comprarlos gracias a una beca que recibí a los 15 o 16 años. El material de lectura era, por lo tanto, escasísimo: un diario viejo olvidado por alguna visita o una de esas revistas que repartían los testigos de Jehová. Ese tipo cosas eran sus lecturas. Se inclinaba hacia la luz y leía en voz alta, despacio, palabra por palabra, como una niña que aprende una lección. A veces trastabillaba con algún nombre difícil o repetía una línea y perdía el hilo, entonces volvía atrás, y así, hasta terminar la historia. Rara vez comentaba algo después de leer, a lo más decía “Así es la vida” y dejaba el papel sobre la mesa. Mi abuela, que estuvo a punto de ser una profesora de provincia, terminó criando diez hijos a la sombra de un campesino pobre, analfabeto y jugador: mi abuelo. Siempre me pareció una mujer infinitamente más sensible de lo que pudo demostrar en sus circunstancias. Ahora entiendo que había algo sagrado en su lectura en voz alta: una forma de convocarnos a mi madre, a mi hermano y a mí, y una confianza en la aparente permanencia y autoridad de la letra impresa.

Me conmueve el modo en que los muertos nos siguen hablando en los sueños y en la memoria. Por más encaramados que estemos en el imperio de la razón, por más crédito que le demos a la vigilia, caminamos sobre las ruinas de una conciencia metafísica: somos el último renglón en la historia de una especie que desde la noche de los tiempos ha entablado un diálogo con los muertos. Las formas cambian, pero el diálogo persiste. A veces me sorprendo repitiendo como un mantra algunas de las palabras de mis abuelos, una herencia de sonidos que cuido como hueso santo: salgo a “endilgar” a alguien, hablo de la “pilgüa” que J. me trajo del sur, trato de explicarle a L. el significado de “jante”, digo que alguien “anda con la fruncia”, escucho a mi abuelo que me llama y me grita “¡Oye, hueñe!”. Trajino por la casa y voy rumiando esas palabras como si fuese una letanía. Parece un monólogo, pero es la imagen de un hombre que habla con sus muertos.

[Imagen: The U.S. National Archives.]