Son días fríos en Santiago. Leo en el diario una nota en que un grupo de estudiantes talquinos y valdivianos, curtidos por la lluvia y las heladas, reparten consejos a sus pares santiaguinos para capear el invierno. Lo primero, dicen, son los bototos. Un buen par de bototos para no andar a saltitos por la calle. Luego hay que forrarse entero, aunque tengas que cargar con varias capas de ropa y una pinta de michelín. Y nada de paraguas: son incómodos, quedan siempre goteando por ahí o se pierden. La última recomendación es para gente muy enclenque: una estudiante dice que echa de todo en la mochila con tal de dejarla bien pesada y evitar ser víctima de una ventolera. La nota parece una ironía porque aquí el invierno apenas asoma la nariz. Se acaba de ir junio sin dejarnos una sola gota de lluvia. Dicen que en julio, dicen que el domingo, dicen que pronto. La lluvia en Santiago es, además, lo único que puede darnos literalmente un respiro de aire puro. Por ahora, sólo un frío tímido ensurece algo la capital.
Cierro el diario con los consejos de los estudiantes talquinos y valdivianos y hago un pequeño balance mental: dentro de poco cumpliré veinte años viviendo en Santiago y he perdido la piel para aguantar el frío: me refugio rápidamente, me encierro, me arropo, no salgo a la calle. Pero tengo unas ganas enormes de mirar por la ventana y ver llover, y escuchar llover, aunque esta lluvia no suene igual que la lluvia que cae sobre los techos de zinc allá en el sur, con la fuerza de un puñado de clavos. Y me dan ganas también de volver a la escuela y escuchar la campana a la una veinte de la tarde —hora de irse de vuelta a casa— mientras afuera llueve a chuzos. Y lo que pasa luego es más o menos esto: me pongo la mochila en la espalda, me paro en el portón de salida, le subo todos los cierres a la parca, miro hacia el cielo —un cielo oscuro— y sé que es una batalla perdida. Entonces me meto en la lluvia y camino esquivando las posas —pero no todas— y me refugio bajo las cornisas de las casas —pero no siempre—. Y al poco rato siento que le está entrando agua a uno de mis zapatos, y luego al otro, que tengo el pantalón mojado hasta los muslos, que el gorro de la parca ha sido inútil, hasta que llega ese momento de dulce resignación en que miro al cielo de frente y veo venir la lluvia directo hacia mi cara. Todo terminará un rato después, cuando mi mamá abra la puerta y me ordene: ¡sácate esa ropa, llegaste estilando!
[Gracias por la foto, Juan.]