Me senté en mi sillón favorito, junto a la ventana, y me puse a leer un libro de columnas y ensayos dispersos de Vila-Matas, un libro que fue publicado en el año cero de este siglo y que figura equidistante entre el Vila-Matas de Historia abreviada de la literatura portátil y el Vila-Matas de la cabeza mitad calva mitad cana de hoy, y mientras leía las primeras páginas decidí tomar un lápiz y un papel y hacer un inventario de los escritores citados por el autor para intentar atrapar, a través de ese simple ejercicio notarial, un orden, un canon, un universo de afinidades electivas, y mientras avanzaba en la tarea y tomaba nota de los nombres que baten sus alas sobre la cabeza de Vila-Matas —Perec, Walser, Kafka, Joyce, Nabokov, Larbaud—, decidí trabajar al mismo tiempo en un segundo listado y registrar un subconjunto de ese inventario, el de los escritores latinoamericanos que figuran en el orden vilamatiano, y entonces rápidamente surgió, entre las páginas del libro, un puñado de nombres conocidos y con los cuales el escritor de Barcelona tiene vínculos literarios, afinidades y deudas —Pitol, Villoro, Monterroso, Fogwill, Aira, Borges, Bolaño—, y en eso estaba yo, alimentando mis listas, entusiasmado por atrapar «el canon Vila-Matas», cuando de pronto levanté la cabeza, miré por la ventana y pensé, a ver, si Vila-Matas tiene una afinidad con un escritor latinoamericano, ese escritor debiera ser Felisberto Hernández —tan shandy, tan portátil— y lo que uno debiera esperar, entonces, es que Felisberto aparezca en algún rincón de este volumen de columnas y ensayos de Vila-Matas, así que me acomodé en el sillón, tomé aire y volví a sumergirme en las páginas del libro con el secreto deseo de ver aparecer a Felisberto y comprobar mi hipótesis, y llegué a la página 100 y luego a la 127 y luego a la 130 y el de Montevideo brillaba por su ausencia, pero qué raro, dije yo, que este Enrique no mencione a ese Felisberto ni siquiera al pasar, porque seguramente ha bebido de él y ha comido de su carne, y porque es evidente que no todos los caminos conducen a Perec —lo cierto es que muchos caminos conducen a Perec pero, vaya, no todos conducen a Perec—, y en eso estaba yo cuando Vila-Matas comenzó a hablar de la dignidad de los fósforos (cerillas escribe él) en una crónica que parte diciendo que “lo banal puede adquirir una relevancia inusitada”, y entonces yo salté de mi sillón y dije —o quizás grité, no lo recuerdo bien— que eso, precisamente eso, era muy felisbertiano, pero aun así Felisberto seguía sin aparecer, y en este punto debo decir que yo me había obsesionado tanto con encontrar al uruguayo en alguna esquina del libro que había olvidado por completo mis inventarios —ese orden, ese canon, ese universo de afinidades electivas de Vila-Matas—, hasta que de pronto, ¡paf!, sí, adivina usted, en la mitad de la página 139, justo después de un punto aparte, estaba Felisberto, alto, con el pelo desordenado y con esa tímida nobleza, pero nobleza al fin, que tienen los artistas pobres, y figuraba en ese mismo artículo en el que Vila-Matas hablaba de la dignidad de los fósforos y decía que el asunto le recordaba un texto de Felisberto que se llama Historia de un cigarrillo, un cuento protagonizado precisamente por un cigarrillo (ahí tiene usted “lo banal”) que monta toda una estrategia en la cajetilla con tal de no ser fumando (ahí tiene usted “una relevancia inusitada”), y así que bueno, me dije, página 139, ahí estaba Felisberto en el libro de este Enrique, porque ya me parecía que, haciendo un espacio entre Perec y los demás, el de Montevideo tenía todo el derecho a batir sus alas en el canon del escritor de Barcelona, así que anda, le dije a Felisberto, no te quedes ahí y ocupa tu lugar sobre la cabeza mitad calva mitad cana de Vila-Matas. Y Felisberto fue.