Releo Conversaciones con Jorge Teillier, esos cinco diálogos reposados y entrañables que Carlos Olivárez grabó con el poeta en febrero de 1992. Mi ejemplar, que ya tiene los cantos amarillos y que guardo como hueso santo, tiene las marcas en tinta negra de mi primera lectura. Veo algunas frases subrayadas y también palabras sueltas en los márgenes. Leo, por ejemplo, “Poetas jóvenes”, “1973”, “Sobre la lluvia”. Ha pasado harto tiempo: quince o dieciséis años. Ahora, mientras lo vuelvo a leer y hago nuevas marcas en los bordes y subrayo frases que la primera vez dejé pasar, me topo con las viejas anotaciones y voy intuyendo el lector que fui. Releer un libro es siempre una forma de autobiografía.

En estas conversaciones están perfectamente desplegadas las obsesiones que animaron a Teillier y que funcionan como claves de su oficio y de su vida: la poesía como un nido cerrado, la nostalgia del futuro, el poeta como guardián del mito. Es cierto que muchas veces es un entrevistado resbaloso, pero cuando la conversación fluye y Teillier sigue el hilo del diálogo con interés y profundidad, uno logra intuir el sentido de esas obsesiones y comprender en parte la conciencia que tuvo de su vida, de su poesía y del lugar que ocupa en la tradición.

Me gusta cuando Teillier elude el interrogatorio con ese zigzagueo juguetón. Esa condición resbalosa no es una pose, me parece. Lo que busca, más bien, es quitarle gravedad al mundo. En varias ocasiones le saca el cuerpo a la pregunta, se va por las ramas o se esconde como un niño. De vez en cuando Olivárez lo regaña o lo endilga con otra pregunta sobre el mismo tema y Teillier ya no tiene otra opción que mirarlo a los ojos y responder.

“Podemos hablar de la memoria”, le propone Olivárez y me lo imagino con el ceño fruncido. “Sí —dice Teillier, sin dejar de serpentear—, un libro mío se llama El árbol de la memoria, 1961, Imprenta Arancibia, Coronel Alvarado 2602. Imprenta Arancibia Hermanos que publicó como a 300 poetas”.

Teillier prefiere trajinar en los rincones de la memoria, detenerse en las anécdotas menores, hablar de los amigos como si ése fuese un modo de volver a sentarlos en la mesa. No es casualidad que las páginas dedicadas a Teófilo Cid y Rolando Cárdenas funcionen como estupendos retratos. Tampoco hay que perder de vista que estas conversaciones fueron posibles por una razón sencilla y rotunda: Teillier tiene al frente a otro gran amigo, con quien no sólo comparte historias sino que se siente cómodo para responder o esquivar cualquier cosa. Somos testigos de un diálogo entre cómplices y es tentador pararse al lado y escuchar. Los mejores pasajes del libro son momentos de una honestidad intensa: uno siente que los conversadores están totalmente desprendidos del gesto solemne de quien se sabe hablándole a la posteridad.

Jorge Teillier arrancó de la academia como se arranca de la peste. Hay una anécdota que aparece en estas conversaciones y que ilustra el asunto. Un día el poeta recibió en el Molino del Ingenio, en La Ligua, la visita de una profesora y traductora norteamericana, Mary Crow, que traía bajo el brazo una antología bilingüe de su obra. Había viajado a Chile con el único propósito de entregarle al poeta una copia del libro. Pero se fue desolada, dice Olivárez. Teillier la pescó poco y nada. Él mismo reconoce que se comportó como un niño mimado. Y echa mano a la jugarreta para, una vez más, quitarle gravedad al asunto: “Vi venir a una catedrática que llega a hacer una clase y yo estaba haciendo la cimarra”.

A Teillier le irritaba la literatura diseccionada, el análisis que convierte al texto en una pura anatomía de formas, la impostura teórica que sólo sirve para hacer gala de inteligencia. Tenía sus razones. La más poderosa, me parece, fue el hecho de haber sido encasillado y reducido a una etiqueta por la crítica académica. Es cierto que él mismo contribuyó a crear ese santo y seña, pero vale apuntarlo: a Teillier le molestaba profundamente ser considerado un poeta lárico. Tampoco le gustaban los poetas que estudian y teorizan para hacer poesía: “Es como si tomaras un curso de boxeo y creyeras que vas a ser un buen boxeador”. Pensaba que era la poesía la que agarraba al poeta del pescuezo en un destino inevitable para un poeta de verdad.

La metáfora del boxeador no es casual. Teillier creía que boxeadores y escritores tenían mucho en común. Ambas, dice, son carreras solitarias: “Si no es solitaria dejas de ser escritor y empiezas a ser una empresa”. Muy a contrapelo de lo que uno podría intuir, a la soledad de boxeadores y escritores Teillier sumó, al final de sus días, la soledad del bebedor. “Si yo fui un bebedor social creo que ya lo abandoné”, dice. Y dice también: “Si te metes en esta competencia, viejo, y no tienes entrenamiento, dedícate a tomar lechecita tibia […] Es un juego al que se entra sin llorar, pero del que vas a salir sangrando por boca y narices”.

Si hay algo que dibuja a Jorge Teillier de un solo brochazo es su total desdén por la publicidad. Tenía una habilidad extraordinaria para moverse y no salir en la foto, dice Olivárez. Fue crónica su incapacidad para asistir a eventos y cumplir compromisos. De hecho, aunque Teillier estuvo de acuerdo con grabar estas conversaciones, Olivárez cuenta que tuvo que diseñar todo un operativo para asegurar que el empeño llegase a puerto (operativo en el que contó con la ayuda de otros dos cercanos al poeta: Francisco Véjar y Pedro Peirano). Escribe en el prólogo: “Sabíamos que había desechado invitaciones a la India, a Suecia y otros países, a congresos de poesía. Sabíamos que había concertado entrevistas que jamás se realizaron. Sabíamos que no hacía un mes había dejado a un equipo completo de Televisión Nacional mirándose las uñas, porque no llegó a la filmación de un programa dedicado a él”. En un mundo donde al parecer todos los escritores buscan ser visibles, invitados, convocados, nombrados, premiados, homenajeados, Teillier siempre tuvo algo mejor que hacer que aceptar la adulación.

Jorge Teillier murió en abril de 1996, cuatro años después de grabar estas conversaciones, producto de un cirrosis hepática. Carlos Olivárez, animador y protagonista silencioso de este libro, también murió demasiado pronto, en mayo de 1999. Conversaciones con Jorge Teillier sigue siendo un libro con un aura especial y en el que ambos están más vivos que nunca. Cada lector atesora sus clásicos personales y éste es para mí uno de ellos: un libro que se abre y se relee de vez en cuando para seguir escribiendo en los márgenes.

[Foto de Julia Toro.]