Juguemos al payasito, me dice. El juego no tiene nada que ver con payasos. A ella le gustan los juegos físicos y en algún momento de nuestra vida se ha inventado éste y le ha puesto ese nombre, vaya uno a saber por qué. El juego consiste en encaramarse encima mío. Me escala como si yo fuese un árbol. Cuando llega a mis hombros yo la muevo como un bulto: primero la pongo en mi espalda, luego en mi pecho, después la tomo de los pies y la dejo colgando, y luego, ufff, otra vez a los hombros, todo sin tocar el suelo. Es un ejercicio exigente de malabarismo con una niña de siete años. La fuerza física nunca ha sido una de mis cualidades y me rindo pronto. Ella me mira con ganas de repetir la pequeña hazaña, hasta que se acuerda de otro juego, uno que no tiene nombre y que consiste en esto: se deja caer de espaldas, yo la recibo y luego la impulso con la fuerza suficiente como para que vuele medio segundo y caiga aparatosamente encima de un cojín gigante que tenemos en el piso. A veces aplico demasiada fuerza o ella hace morisquetas en el aire y entonces no resulta bien y se golpea una rodilla o un codo y comienza a reírse con dolor. Luego se para como si nada y volvemos a repetirlo, hasta que siento el sudor en mi espalda y vuelvo a rendirme. Esa es nuestra rutina al menos un día de la semana, después del colegio. La recojo a las siete de la tarde, se despide de sus amigas y pasa conmigo dos o tres horas en que comemos algo y jugamos. A veces es un día miércoles, otras un jueves. Es un tiempo concentrado, cargado de esfuerzo físico, como si ambos buscáramos una compensación por la vía de apretarnos, zamarrearnos, apiñarnos. Hasta que ese tiempo termina, se hace tarde y la llevo hasta su casa, que es la casa de su madre.